Wednesday, October 18, 2006

12 de mayo de 2005

Parece absurdo interpretar el presente como el fin de la serie lineal de acontecimientos en que se resume nuestra existencia. En ocasiones es como si el presente o, en definitiva, lo que uno es ahora, tuviese una relación más íntima con determinados instantes de nuestro pasado más remoto que con aquéllos a los que acaba de suceder.

Comprender nuestro presente no parece demasiado diferente de comprender nuestro pasado. Es como si lo que somos ahora siempre lo hubiésemos sido, la mayor parte del tiempo sin ser conscientes de ello; de tal forma que, comprender nuestras acciones pasadas puede contribuir a proyectar claridad sobre lo que se nos aparece como más confuso: nuestro ahora, lo que ahora estamos siendo.

¿Cómo es posible que encuentre más naturales mis posturas de hace diez o quince años que las de hace cinco, o menos? ¿Es posible que lo que uno esencialmente es se pueda perder y recuperar, o la vida es una sucesión de familias de momentos, irreconciliables entre sí? ¿Consistirá la vida, acaso, en la suma de todas ellas, y comprenderse a uno mismo será el resultado de la búsqueda de aquello que de común pueda haber en lo que parece definitivamente divorciado?
Tengo miedo de proclamar el comienzo de una nueva etapa, o el retorno a la familia que hace tiempo abandoné (de modo temporal). Deseo comprender las razones que subyacen a mi tentación de interpretar este momento mío como una suerte de transición. No quiero dejarme engañar, porque ahora sé (y eso es algo que sí me ha dado la experiencia) que, si no tengo cuidado –si me dejo arrastrar sin más por lo que puede que no sea más que la febril maquinación de algún temor oculto-, acabaré exactamente en el mismo lugar del que una vez quise marcharme. He de ir con mucho cuidado, con el cuidado que me ha proporcionado el trayecto de existencia que ya he recorrido.
Creo que me conozco mejor que hace quince años, pero sé que aún no me conozco bien. Soy más consciente del tipo de dificultades con que, yo en particular, he de enfrentarme cuando pretenda no apartarme del camino que decida marcarme. Pero esa consciencia puede quedar suspendida justo en el momento en el que uno de esos escollos se presente. Es fácil darse cuenta antes, también después, del error cometido; pero mucho más difícil tener el valor de reconocerse en el instante preciso de estar cometiendo la infracción de la que uno está siendo sujeto y que, en ese sentido, de alguna manera está contribuyendo a conformar el propio sentido que uno se da a sí mismo. Reconocerse responsable de un error presente representa estar dispuesto a cambiar el concepto que uno tiene de sí. Y eso no siempre resulta una tarea sencilla. No todo el mundo, o al menos no todo el mundo en todo momento, se encuentra en las condiciones necesarias para ser todo lo honesto que un conocimiento de ese calibre exige. Esa es una inclinación del ánimo que el común de los mortales debe saber trabajarse con paciencia. Y yo ni siquiera estoy segura de no ser (esencial o circunstancialmente) una común mortal con escasa disposición a la probidad. Pero he de creer que si he llegado hasta aquí, será por algo más que la mera casualidad. La casualidad rara vez te lleva dos veces al mismo lugar en un período tan dilatado de tiempo. ¿Me equivoco?

28 de octubre de 2004

El diamante.

No, no. No se trata de haber dilatado más de lo estrictamente necesario este embarazo de translucidez mental. Cada cosa lleva su tiempo, pero a veces una tiene la sensación de haber necesitado acumular los trasiegos de mil existencias para alcanzar a distinguir la situación exacta del único púlpito donde es posible hacer coincidir en un solo halo de luz las personas de lector y oyente. Hasta el mismo momento en que, en la misma densa opacidad en la que los niños graban sus destinos de cristal en una promesa consagrada al único Dios verdadero, sorprendemos el sonido prístino de nuestra propia voz en el proceso de tejer los hilos de oro que cubrirán el cuerpo de la Gran Criatura Universal; hasta entonces, hemos de haberles dejado pensar a los hechiceros del tiempo que han triunfado en su empeño de mantenernos absortos en la ponderación de los diferentes tempos digestivos en que solemos medir la danza macabra de esa cadena de amaneceres a que reducimos nuestra vida.

Abro los ojos. Es el usual adagio de una sinfonía de espasmos que pervierten su sagrada singularidad en el olvido del dolor que constituye su naturaleza impulsiva, y el abandono en una estupefaciente laxitud colorista que, sólo por no ser sustancial, podemos transfigurar en hábito. Pero hoy, en este simple acto reflexivo, se ha filtrado una evocadora reverberación que ha descentrado mi atención de la luz que orienta mis culebreos cotidianos y me los representa como progresos, definitivos y perfectamente conscientes, en la consecución del punto más codiciado de un recorrido siempre proyectado hacia delante.

Hoy, el primer contacto de mis ojos desnudos con la oscuridad de mi habitación ha saludado con una sonrisa cómplice e inconcebible a una facción de mi arsenal de motivaciones que hasta ahora me había pasado desapercibida. No existe lo que no podemos nombrar, y no podemos nombrar aquello sobre lo que ningún tipo de claridad ha sido jamás arrojada. Pero, lo que la lucidez tiene la gracia de ofrecer a tus ojos por primera vez, ante ellos surge de un modo tan inmediato que pueden, aun de un modo muy difuso, oír, y oler y tocar y saborear y pensar y sentir lo que de otro modo sólo podrían ver. Por ello, por ese desconcierto inicial, he sido incapaz de percatarme de que, en efecto, algo absolutamente decisivo e irrepetible estaba teniendo lugar delante de mis propias narices. Así que, del mismo modo en que nació, aquel acontecimiento extraordinario volvió a sumirse en las acogedoras tinieblas de cuyo reflejo, años luz después, pude extraer la necesaria dosis de normalidad con que desarrollar beatíficamente mi solitario desayuno.

El resto del día lo he pasado con una irritante sensación de anomalía que sólo encontró consuelo en la afortunada coincidencia del arrullo fronterizo de Brian Wilson (With me, tonight, I know you're with me tonight) con el apetito distraído de un desconocido que tuvo la idea exquisita de satisfacer al tiempo su propia sensibilidad y la de mi agradecido olfato pelando una naranja justo detrás de mí, en el autobús que me llevaba al trabajo. A esa saludable zambullida somática se sucedieron una fatigosa serie de intentos por volver a encontrar naturales las categorizaciones que hasta entonces (salvo excepcionales lapsus que, en determinados momentos de mi vida, llegaron a durar años) me habían servido perfectamente para hacer inteligibles mis acometidas al mundo. Categorías; esos cubiertos de plata de que se sirve nuestro instinto de supervivencia para no tener que pringarnos los dedos cogiendo según qué cosas.

Es en esos extraños momentos cuando los demás, todos los demás, se empeñan en buscar interpretaciones tan asombrosamente poco audaces como concluyentes de las diferentes expresiones que esa sensación de absurdo tiene la descortesía de imprimir en mi rostro y que es la responsable directa de ir convirtiendo en perennes las imperceptibles arrugas cuya aparición prefieren achacar al mero transcurrir del tiempo.

Entonces, aquellos a quienes permito tal atrevimiento, insisten en querer saber a qué se debe ESA cara en particular con la que, de modo totalmente inconsciente por mi parte, les obsequio (cara que suele ir acompañada de un mutismo del que también pretenden sondear sus motivos, no faltaba más). A lo que yo podría responder dando fiel cuenta de todo lo acontecido desde el mismo momento en que mis párpados dieron por finalizado su abrazo nocturno y, pendida del hilo que me hacía oscilar entre la certeza de lo asumido y la esperanza de lo inverosímil, me dejaba finalmente caer del lado en el que las preguntas nacen de la confluencia de las almas y dejan a su paso un aroma a nardos y sangre caliente.

Pero sé que tal respuesta no satisfaría a ninguno de los que se toman la molestia de preocuparse por mi semblante, así que me limito a aclarar que tengo un mal día. Un mal día... Curioso modo de describir el efecto que un eterno instante infinitesimal contra el que mis argucias habituales no han sabido prevenirme, ha recompensado tantos años de ensayos generales y bailes de trompón. Porque, al final, la mayoría de nosotros, yo también, preferimos perder la oportunidad de pasar por encima del tormento y contemplar el magnífico panorama del que él mismo tan sólo constituye el umbral, antes de tener que enderezar los muñones y buscar un nuevo paréntesis, tal vez no tan acogedor, en el que guarecernos de los imprevistos. Más vale concentrarse en la música de las contracciones y no perder el hilo de oro que habrá de cubrir el cuerpo de la Gran Criatura Universal.

No vaya a suceder que nadie sepa comprendernos y nos quedemos definitivamente solos...

21 de julio de 2004

Es la vida, su belleza. La belleza, su vida. Que llora al nacer, estalla en la muerte. Descubre la felicidad que tal nombre merece y oculta con su sombra henchida la solidez de lo cotidiano. La belleza, que siempre vuelve, con olor de nostalgia, espasmo de anhelo. La belleza, que me aturde y me despierta. Agazapada tras los pliegues de mi miseria, esperando sólo el momento en que la llame, para darme su aliento; una nueva pista que me desvele su misterio, que me devuelva el respeto amoroso por la muerte.

Está aquí. También en el frío del acero. En el silencio de lo humano. Discreta y digna; perenne y leve.

Y yo, que la tanteo con frenesí en la espesura de mi ceguera y tan sólo alcanzo a sentir el roce de su aliento cálido en mi pena. Como una dádiva huérfana.